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Los relatos de la resurrección, que nos han llegado de cada uno de los evangelios, coinciden en lo principal, aunque difieren en algunos detalles. Los evangelios, que no son pródigos en pormenores, fueron escritos por personas sin cualidades literarias. Las descripciones exhaustivas y las reflexiones profundas quedan reservadas para el lector. Juan sí incluyó algunos detalles, propios del testigo directo, como es la posición de los lienzos en los que el cuerpo de Jesús fue envuelto, que seguían plegados pero vacíos, y que es lo que le llevó a creer; o el hecho de que él, Juan, por ser más joven llegó primero a la tumba, y también por eso, y por deferencia, esperó a Pedro para entrar.

Sobre la aparición a María Magdalena encontramos a una mujer que había empezado una vida nueva gracias a Jesús. Él curó todas las heridas de su alma. Y ahora se lo han arrebatado. Sólo piensa en ese dolor, vive en ese dolor, sólo ve dolor. Y cuenta las horas para que pase el Sabath y poder ir a embalsamar el cuerpo destrozado de Jesús.

Podemos imaginar su angustia cuando llega ella sola, atrevida y valiente, al sepulcro y ve la tumba vacía, quizá saqueada, profanada, con lo único que le quedaba para manifestarle su amor. Su desesperación es tal que no atiende a razones. Ni de Pedro y Juan, ni de criaturas celestiales. Ella cae al suelo, y llora, y oculta su rostro entre las manos. La vida ya no vale nada. Los seres humanos somos monstruos sin salvación. Ya todo da igual. Lo de ser buenos o malos da totalmente igual. El Cielo está vacío. No existe la Verdad, ni el Bien ni la Belleza.


Nuestra vida tiene tiene altibajos, pero lo más habitual es un estado de ánimo de "ir tirando", "sobreviviendo" solemos decir, con alegrías de bajos vuelos. Recuerdo hace años, antes de ordenarme, un compañero de trabajo me dio el siguiente consejo: "tú no digas siempre que estás bien, porque los jefes te mandarán más trabajo; quéjate con frecuencia". Y es verdad que a veces está bien vista la queja y el cinismo.

Hace poco también me encontré con un amigo en el pueblo de mis padres. Me contaba que estaba allí con su hijo pequeño pasando las vacaciones de Semana Santa. Exultaba con poder ir al pueblo, sobre todo para su niño, y en gran parte, para desconectar del clima habitual de malas noticias. Me pareció buena idea el poder olvidar, durante un tiempo al menos, tantas cosas negativas que nos rodean. Me parece que no es cerrar los ojos a la realidad, sino, al contrario, abrir más los ojos a la realidad, que tiene más de cosas buenas que malas.


También los apóstoles estuvieron cegados por la tristeza y el miedo, encerrados en el cenáculo. Y no serían capaces de creer a las mujeres. Como dice uno de los personajes del escritor Cormac McCarthy: "La luz está en todas partes, lo que pasa es que usted no ve más que sombra alrededor. Y la sombra es usted. Usted hace la sombra" (Sunset Limited). Es cierto, hay mucha luz a nuestro alrededor, y muchas veces sólo estamos hablando de las sombras. Basta salir a la calle y mirar. A mi me admira ya simplemente que todo esté organizado para que haya jardineros y barrenderos que limpian y embellecen lo que es de todos. Me encanta que continuamente la gente se dé las gracias, aunque no se conozcan. Incluso cuando veo que se critica a la Iglesia pienso que eso es gracias a vivir en una cultura cristiana, en la que se exige que la Iglesia sea ejemplar, porque muy en el fondo subsiste la idea de que la Iglesia debe ser santa.

Aún así, nuestras vidas tienen un sustrato de tristeza, que intentamos compensar en parte con pequeñas alegrías. ¿Pero y si hubiese algo tan grande que hiciera la vida absolutamente maravillosa, más allá de todos los problemas? ¿Algo que dejara realmente una sustrato de alegría inmensa, a pesar de las posibles tristezas y problemas? En Madrid y otras ciudades se ha hecho una campaña publicitaria con motivo de la Semana Santa con carteles que anuncian: "Jesús ha resucitado". El lema de la campaña es: Frente a la tristeza, epidemia de esta sociedad, la respuesta es la esperanza cristiana.


Miremos de nuevo a la Magdalena: María, a ti se te ha perdonado mucho porque has amado mucho. Tú eres la elegida por Dios, te has merecido ser la primera, porque Jesús, a tu lado a visto tus lágrimas.


Y oí una gran voz desde el trono que decía: «He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios». Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido. Y dijo el que está sentado en el trono: «Mira, hago nuevas todas las cosas». Y dijo: «Escribe: estas palabras son fieles y verdaderas». Y me dijo: «Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente. El vencedor heredará esto: yo seré Dios para él, y él será para mí hijo (Ap 21, 3-7).

Recuerdo que al poco de ordenarme celebré misa a las Carmelitas, y después me invitaron junto al capellán a tener un rato de tertulia con ellas. Nunca había hablado así con ellas. Nunca había visto el convento por dentro. Y me sorprendió el ambiente de profunda alegría que se respiraba entre ellas. Creo que ellas son capaces de ver la verdad, el bien y la belleza más que nosotros. La clave está, como María Magdalena, en descubrir a Cristo no como una filosofía, o una tradición, o unos mandatos, sino como una Persona viva, quizá a nuestra espalda, pero presente junto a nosotros en nuestro día a día,

Jesús, sólo Tú superas toda tristeza y miedo. Ayúdame para saber escucharte pronunciar mi nombre: como ese ¡María!, o como ese ¿Pedro, me amas?

Ellos tampoco te reconocieron a la primera. Ayúdame a saber reconocerte también en el niño, en el anciano, en el enfermo, en el necesitado.

Virgen María, consígueme esa alegría, tuya que nada la puede destruir, al saber que el que mereciste llevar en tu seño ha resucitado verdaderamente.


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Ante la guerra de Ucrania, el viernes pasado el Papa Francisco consagró el mundo al Inmaculado Corazón de María. Alguien puede pensar si sirve eso para algo. En 1917, en plena Primera Guerra Mundial, unos niños que no sabían ni leer reciben el mensaje de una Señora de blanco que les dice que recen, y hagan rezar y arrepentirse de los pecados, porque si no vendrá una guerra todavía peor. Se ve que, a pesar del empeño de los pastorcillos, no se hizo mucho caso a aquel mensaje. Francisco no quiere que repitamos el mismo error.


En la oración de Consagración, el Papa Francisco le dirigía a la Virgen estas palabras: "Dios ha puesto en tu Corazón inmaculado un refugio para la Iglesia y para la humanidad... Por eso recurrimos a ti, llamamos a la puerta de tu Corazón... Tú sabes cómo desatar los enredos de nuestro corazón y los nudos de nuestro tiempo... disipa la sequedad de nuestros corazones... Que tu llanto, oh Madre, conmueva nuestros corazones endurecidos... Que tu Corazón afligido nos mueva a la compasión".


¿Hay algo peor que la guerra? Sí, la causa de la guerra. La guerra suele ser consecuencia de la injusticia. Y las injusticias son la consecuencia del pecado que hay en los corazones. Lo decía San Juan Pablo II en el año 2000: "En la medida en que los hombres son pecadores, les amenaza, y les amenazará hasta la Venida de Cristo, el peligro de la guerra". Si la causa de la guerra es la injusticia, y si la causa de la injusticia es el pecado, entonces la solución está en curar el corazón del hombre, de donde surge el pecado. Pero los corazones sólo se curan realmente de Corazón a corazón.


Hace poco fue testigo en la calle del siguiente episodio. En un paso de peatones que acaba de ponerse en verde llegó un coche que venía de torcer de otra calle. Frenó bruscamente cuando vio que pasaban un peatón corriendo y dos ciclistas, y les pitó, quizá porque no había visto que para él estaba rojo. Pero en ese momento varias personas que estaban también para cruzar empezaron a increparle a coro al conductor y gritarle "está verde, está verde", acompañado de todo tipo de "epítetos". También, en otra ocasión, en un cruce grande, con poca circulación, un peatón cruzó por en medio, con poca preocupación. Un coche que llegaba le pitó por cruzar por allí, a lo que el peatón le contestó automáticamente, como dicen los niños sacando "el dedo de la palabrota". Estas escenas de agresividad son frecuentes todos los días. Incluso podemos ser nosotros actores principales, aunque no estemos nominados a los Oscar. ¿Quizá es que necesitamos sacar, como en aquella novela de Orwell, nuestros «minutos de odio»? ¿No nos estamos comportando como niños consentidos, temerosos de perder sus juguetes? ¿Acaso es nuestro corazón una hoya a presión llena de ira? ¿No es ese el mismo odio que todo el pueblo dejó recaer, hace dos mil años, sobre un solo Inocente?: «Nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él» (Is 53, 4-5).


Se cuenta en el Antiguo Testamento que hubo una vez un hombre único: la única persona que "hablaba con Dios cara a cara" (Ex 33, 11). Ese personaje fue Moisés. Poder hablar con Dios cara a cara ha sido la gran pretensión de los hombres, desde la pérdida del Paraíso. Sólo Moisés, entre todo el pueblo judío, fue elegido para subir al monte Sinaí y encontrarse con Yahvé y poder escucharle. Y cuando volvía de hablar con Dios dice la Biblia que le brillaba tanto la cara que debía ponerse un velo para no deslumbrar a los demás. Esto enseña una gran verdad teológica, como toda la Biblia, y es que el rostro refleja el corazón. Como diría luego Jesús, "de la abundancia del corazón habla la boca" (Lc 6, 45).


Recordamos seguramente de películas admirable historia de Moisés, de quien podemos aprender mucho, pero una vez más a quien de verdad debemos imitar es a Jesús. Imitarle es uno de los motivos de que Dios se hiciera hombre. «Aprended de mi soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). Es la segunda de las Bienaventuranzas: Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.


Fue precisamente sobre esta bienaventuranza de lo que les habló el papa Francisco a los cristianos cuando estuvo en Abu Dabi: «No es bienaventurado quien agrede o somete, sino quien tiene la actitud de Jesús que nos ha salvado: manso, incluso ante sus acusadores». El que agrede o maltrata a los demás, de una forma u otra, manifiesta un corazón corrompido en mayor o menor medida.


Lo de ser manso nos puede sonar a los toros mansos, o a un león amaestrado. Para Nietzsche esa mansedumbre convierte a los cristianos en seres pusilánimes. Nada más lejos de la realidad. Sólo con la paciencia y la mansedumbre tenemos acceso a toda la fuerza que el cristiano necesita. Como decía Benedicto XVI: "No se trata de sofocar el deseo que existe en el corazón del hombre, sino de liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura". Nadie es más poderoso que el que es dueño de sí mismo, el que es capaz de dominar la violencia, ira, enfados, indignación o arrebatos propios. Son muy humanas esas reacciones, es cierto, pero nosotros debemos actuar como criaturas divinas. Y al igual que el mar, sólo mantiene la calma, pese a las tormentas, quien tiene profundidad.


Jesús, tus palabras siempre son actuales: «Los poderosos someten y tiranizan a los pueblos, no sea así entre vosotros» (Mt 20, 25). Ayúdame a ser grande, ayudando a los que están a mi alrededor, ayúdame a ser poderoso, sometiendo mis impulsos y mis reacciones. Éste es el sentido de las penitencias cuaresmales: aprender a ser severos y exigentes con nosotros mismos y comprensivos e indulgentes con los demás.


Cuántos sacrificios hacemos por el deporte, por la apariencia, por la salud... por lo corporal. Y que mal visto está sacrificarse por forjar el carácter, por purificar el alma, por demostrar nuestro amor a Dios sobre todas las cosas. ¿Qué pequeños sacrificios puedo ofrecerte, Señor?: en las comidas, en los gastos en caprichos, en el tiempo dedicado a las pantallas...


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En la Cuaresma nos preparamos para Semana Santa. Miremos a Cristo atado a la columna. Él es el Omnipotente, el Rey del universo, que ha vencido al mundo, es el Juez supremo. «Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre» (Is 53, 11-12).


A Él pertenece cuanto existe, «porque los mansos heredarán la tierra». El rostro de Moisés brillaba después de ver a Dios. Jesús, a pesar de cómo te tratamos, tu corazón no es una hoya a presión de odio: «voluntariamente se humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca» (Is 53, 7). Tu rostro está lleno de sangre y sufrimiento, pero cuando te miro me asomo a un rostro también de infinita serenidad y amor.


Te miro, Jesús, en la Custodia. Tú quieres que ahora ya todos hablemos contigo cara a cara. En la Sagrada Hostia eres la mansedumbre absoluta. Y desde ahí estás cambiando el mundo, porque estás cambiando los corazones. Quiero mirarte, atado a la columna, quiero mirarte clavado en la Cruz, quiero mirarte oculto en la Eucaristía, para que cambies mi corazón.


María, tú mirabas durante horas a tu Hijo, como lo sigues haciendo ahora. Tu Inmaculado Corazón es tan grande que entramos toda la humanidad en Él. Te consagro también mi corazón, para que lo llenes de paciencia, de mansedumbre, de paz.


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Es muy conocida la historia de los 300 espartanos que murieron en la batalla de las Termópilas, pero hay otra batalla heroica con 300 soldados que no es tan conocida y viene narrada en el libro de los Jueces.


El juez Gedeón se veía incapaz de luchar contra un gran ejército, enemigo de los judíos. Por eso le pidió ayuda a Dios. Yahvé le prometió su ayuda si iba a la batalla con un menor número de guerreros. Le dijo Dios: pregona a oídos del pueblo: «Quien tenga miedo y tiemble, vuelva y márchese por el monte Galaad». Se volvieron veintidós mil del pueblo y quedaron diez mil. Mas el Señor dijo a Gedeón: «Es todavía mucha gente. Haz que bajen a la fuente y allí los seleccionaré. Y cuando llegaron a una gran fuente, Dios quiso que se quedara sólo con aquellos que bebieron llevando el agua con sus manos a la boca, y no los que bebieran agachándose directamente del agua. El Señor declaró a Gedeón: «Os salvaré con los trescientos hombres que han bebido con la mano y entregaré a Madián en tu mano. El resto de la gente, que cada uno se vuelva a su casa». Y así ocurrió.


Cuando Jesús busca a sus discípulos les pide renunciar a sus bienes. Y no todos están dispuestos. Como se cuenta en el evangelio de Marcos, Jesús al joven rico le dice: "«Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme». A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!». Los discípulos quedaron sorprendidos de estas palabras. Pero Jesús añadió: «Hijos, ¡qué difícil es entrar en el reino de Dios! (Mc 10, 21-24).

¿Por qué, Señor, quieres que nos desprendamos de tantas de tantas cosas buenas?

Nos adviertes que es imprescindible vivir la pobreza para formar parte del Reino de Dios. Es la primera de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» . Se dice que es la bienaventuranza más importante, porque resume todas. San Pablo llega a decir que "el amor al dinero es la raíz de todos los males" (1 Tim 6, 9-10).

La pobreza de espíritu no se refiere a la miseria, que es un mal social. El dinero no es malo. Sí es poner en él nuestra deseo de felicidad y nuestra seguridad más profunda, y hoy para nosotros el dinero es nuestro ídolo. En cambio, la virtud de la pobreza es confianza en Dios. En la Biblia los pobres de espíritu son los anawin, palabara hebrea que quiere decir "los pobres de Yahvéh", los que esperan todo de Dios y sólo en Él, aún poniendo todo lo posible de su parte. Son también el llamado "resto fiel", o el "pequeño resto", que iba a recibir al Mesías Salvador.

Otra historia de la Biblia que lo ilustra es el éxodo. A los pocos meses de estar en el desierto los judíos echan de menos las comodidades materiales de Egipto, a pesar de que allí eran esclavos. Dice la Escritura que Dios les castiga haciéndoles vagar 40 años, lo que quiere decir que entrará en la Tierra Prometida la siguiente generación, acostumbrada a depender totalmente de la protección divina incluso para comer y beber. Ellos sí estarán preparados para conquistar la tierra de Canaan. Tanto como para decir en el salmo 44: «yo no confío en mi arco, ni mi espada me da la victoria; tú nos das la victoria sobre el enemigo y derrotas a nuestros adversarios».

¡Cuantas cosas creemos necesitar, y creemos poseer las cosas!, pero ¿no serán las cosas las que nos poseen a nosotros?

Pero para conquistar la felicidad auténtica hay que confiar en Dios más que en nuestras seguridades.

Circuló por Internet el siguiente texto: Anoche mi mamá y yo estábamos sentados en la sala hablando de las muchas cosas de la vida... entre otras... estábamos hablando de la idea de vivir o morir. Le dije: 'Nunca me dejes vivir en estado vegetativo, dependiendo de máquinas y líquidos de una botella. Si me ves en ese estado, desenchufa los artefactos que me mantienen vivo, prefiero morir". Entonces: mi mamá se levantó con una cara de admiración. Y me desenchufó el televisor, la wifi, el sky, la tablet, el nextel, el ipod, el stereo, la Xbox y ¡¡me tiró todas las cervezas!!... ¡¡¡casi me muero!!!

Como aquellos judíos podemos acostumbrarnos a la esclavitud, y huir de la incomodidad de la libertad, y olvidar nuestra dignidad. Como dijo el Papa Francisco: "el consumismo es un virus que infecta la fe desde la raíz, porque te hace creer que la vida depende sólo de aquello que tienes, y así te olvidas de Dios, que viene al encuentro, y de quien tienes a tu lado". Y como escribió en su documento sobre la santidad en el mundo actual: "Las riquezas no te aseguran nada. Es más: cuando el corazón se siente rico, está tan satisfecho de sí mismo que no tiene espacio para la Palabra de Dios, para amar a los hermanos ni para gozar de las cosas más grandes de la vida. Así se priva de los mayores bienes" (Gaudete et exultate).


Hay una frase que dice: "sólo tienes realmente lo que das". Dios mío, sólo Tú nos haces bienaventurados. Ayúdame a ser pobre de espíritu, a ver a qué cosas tengo que renunciar, a compartir todo lo mío, a confiar más para ponerme en tus manos. Sólo así descubriré cuál es la verdadera riqueza. Tú nos dices: No atesoréis para vosotros tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen y donde los ladrones abren boquetes y los roban. Haceos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que los roen, ni ladrones que abren boquetes y roban. Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón (Mt 6, 19). Hoy podríamos sustituir polilla y carcoma por los impuestos y la inflación. Tendrás un tesoro en el cielo, le dijiste al joven rico. Y más severas son tus palabras del Libro del Apocalipsis contra los cristianos acomodados: Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca. Porque dices: «Yo soy rico, me he enriquecido, y no tengo necesidad de nada»; y no sabes que tú eres desgraciado, digno de lástima, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas (Ap 3, 15-18).

La mayor riqueza sólo Tú nos la das: reconocimiento, paz, serenidad, afecto... Que no lo busque en las cosas, ni siquiera en las personas. ¡Sólo Dios basta! que decía Santa Teresa.

Acudimos también a la ayuda de San José y de la Virgen. Ellos son el ejemplo perfecto de anawin, los pobres del Señor, los pequeños que cambiaron el mundo, confiados en la protección de Dios, los más felices en la Tierra.



Acuedo con St Bedes
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