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Retiro joven marzo 2022




Ante la guerra de Ucrania, el viernes pasado el Papa Francisco consagró el mundo al Inmaculado Corazón de María. Alguien puede pensar si sirve eso para algo. En 1917, en plena Primera Guerra Mundial, unos niños que no sabían ni leer reciben el mensaje de una Señora de blanco que les dice que recen, y hagan rezar y arrepentirse de los pecados, porque si no vendrá una guerra todavía peor. Se ve que, a pesar del empeño de los pastorcillos, no se hizo mucho caso a aquel mensaje. Francisco no quiere que repitamos el mismo error.


En la oración de Consagración, el Papa Francisco le dirigía a la Virgen estas palabras: "Dios ha puesto en tu Corazón inmaculado un refugio para la Iglesia y para la humanidad... Por eso recurrimos a ti, llamamos a la puerta de tu Corazón... Tú sabes cómo desatar los enredos de nuestro corazón y los nudos de nuestro tiempo... disipa la sequedad de nuestros corazones... Que tu llanto, oh Madre, conmueva nuestros corazones endurecidos... Que tu Corazón afligido nos mueva a la compasión".


¿Hay algo peor que la guerra? Sí, la causa de la guerra. La guerra suele ser consecuencia de la injusticia. Y las injusticias son la consecuencia del pecado que hay en los corazones. Lo decía San Juan Pablo II en el año 2000: "En la medida en que los hombres son pecadores, les amenaza, y les amenazará hasta la Venida de Cristo, el peligro de la guerra". Si la causa de la guerra es la injusticia, y si la causa de la injusticia es el pecado, entonces la solución está en curar el corazón del hombre, de donde surge el pecado. Pero los corazones sólo se curan realmente de Corazón a corazón.


Hace poco fue testigo en la calle del siguiente episodio. En un paso de peatones que acaba de ponerse en verde llegó un coche que venía de torcer de otra calle. Frenó bruscamente cuando vio que pasaban un peatón corriendo y dos ciclistas, y les pitó, quizá porque no había visto que para él estaba rojo. Pero en ese momento varias personas que estaban también para cruzar empezaron a increparle a coro al conductor y gritarle "está verde, está verde", acompañado de todo tipo de "epítetos". También, en otra ocasión, en un cruce grande, con poca circulación, un peatón cruzó por en medio, con poca preocupación. Un coche que llegaba le pitó por cruzar por allí, a lo que el peatón le contestó automáticamente, como dicen los niños sacando "el dedo de la palabrota". Estas escenas de agresividad son frecuentes todos los días. Incluso podemos ser nosotros actores principales, aunque no estemos nominados a los Oscar. ¿Quizá es que necesitamos sacar, como en aquella novela de Orwell, nuestros «minutos de odio»? ¿No nos estamos comportando como niños consentidos, temerosos de perder sus juguetes? ¿Acaso es nuestro corazón una hoya a presión llena de ira? ¿No es ese el mismo odio que todo el pueblo dejó recaer, hace dos mil años, sobre un solo Inocente?: «Nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él» (Is 53, 4-5).


Se cuenta en el Antiguo Testamento que hubo una vez un hombre único: la única persona que "hablaba con Dios cara a cara" (Ex 33, 11). Ese personaje fue Moisés. Poder hablar con Dios cara a cara ha sido la gran pretensión de los hombres, desde la pérdida del Paraíso. Sólo Moisés, entre todo el pueblo judío, fue elegido para subir al monte Sinaí y encontrarse con Yahvé y poder escucharle. Y cuando volvía de hablar con Dios dice la Biblia que le brillaba tanto la cara que debía ponerse un velo para no deslumbrar a los demás. Esto enseña una gran verdad teológica, como toda la Biblia, y es que el rostro refleja el corazón. Como diría luego Jesús, "de la abundancia del corazón habla la boca" (Lc 6, 45).


Recordamos seguramente de películas admirable historia de Moisés, de quien podemos aprender mucho, pero una vez más a quien de verdad debemos imitar es a Jesús. Imitarle es uno de los motivos de que Dios se hiciera hombre. «Aprended de mi soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). Es la segunda de las Bienaventuranzas: Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.


Fue precisamente sobre esta bienaventuranza de lo que les habló el papa Francisco a los cristianos cuando estuvo en Abu Dabi: «No es bienaventurado quien agrede o somete, sino quien tiene la actitud de Jesús que nos ha salvado: manso, incluso ante sus acusadores». El que agrede o maltrata a los demás, de una forma u otra, manifiesta un corazón corrompido en mayor o menor medida.


Lo de ser manso nos puede sonar a los toros mansos, o a un león amaestrado. Para Nietzsche esa mansedumbre convierte a los cristianos en seres pusilánimes. Nada más lejos de la realidad. Sólo con la paciencia y la mansedumbre tenemos acceso a toda la fuerza que el cristiano necesita. Como decía Benedicto XVI: "No se trata de sofocar el deseo que existe en el corazón del hombre, sino de liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura". Nadie es más poderoso que el que es dueño de sí mismo, el que es capaz de dominar la violencia, ira, enfados, indignación o arrebatos propios. Son muy humanas esas reacciones, es cierto, pero nosotros debemos actuar como criaturas divinas. Y al igual que el mar, sólo mantiene la calma, pese a las tormentas, quien tiene profundidad.


Jesús, tus palabras siempre son actuales: «Los poderosos someten y tiranizan a los pueblos, no sea así entre vosotros» (Mt 20, 25). Ayúdame a ser grande, ayudando a los que están a mi alrededor, ayúdame a ser poderoso, sometiendo mis impulsos y mis reacciones. Éste es el sentido de las penitencias cuaresmales: aprender a ser severos y exigentes con nosotros mismos y comprensivos e indulgentes con los demás.


Cuántos sacrificios hacemos por el deporte, por la apariencia, por la salud... por lo corporal. Y que mal visto está sacrificarse por forjar el carácter, por purificar el alma, por demostrar nuestro amor a Dios sobre todas las cosas. ¿Qué pequeños sacrificios puedo ofrecerte, Señor?: en las comidas, en los gastos en caprichos, en el tiempo dedicado a las pantallas...


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En la Cuaresma nos preparamos para Semana Santa. Miremos a Cristo atado a la columna. Él es el Omnipotente, el Rey del universo, que ha vencido al mundo, es el Juez supremo. «Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre» (Is 53, 11-12).


A Él pertenece cuanto existe, «porque los mansos heredarán la tierra». El rostro de Moisés brillaba después de ver a Dios. Jesús, a pesar de cómo te tratamos, tu corazón no es una hoya a presión de odio: «voluntariamente se humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca» (Is 53, 7). Tu rostro está lleno de sangre y sufrimiento, pero cuando te miro me asomo a un rostro también de infinita serenidad y amor.


Te miro, Jesús, en la Custodia. Tú quieres que ahora ya todos hablemos contigo cara a cara. En la Sagrada Hostia eres la mansedumbre absoluta. Y desde ahí estás cambiando el mundo, porque estás cambiando los corazones. Quiero mirarte, atado a la columna, quiero mirarte clavado en la Cruz, quiero mirarte oculto en la Eucaristía, para que cambies mi corazón.


María, tú mirabas durante horas a tu Hijo, como lo sigues haciendo ahora. Tu Inmaculado Corazón es tan grande que entramos toda la humanidad en Él. Te consagro también mi corazón, para que lo llenes de paciencia, de mansedumbre, de paz.

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