La famosa trilogía de películas de El Señor de los Anillos comienza con la voz de Galadriel que, con una breve narración, nos introduce en la historia, y ahí ella pronuncia la frase: "el corazón de los hombres se corrompe fácilmente". Estas palabras recuerdan muchos a otras recogidas en la Biblia: "Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo entenderá?" (Jer 17, 9). Es verdad, no es fácil alcanzar ese principio clásico de la sabiduría del "conócete a ti mismo", conocer qué hay en lo más profundo del hombre, su interioridad. Pero esta dificultad cambió radicalmente a partir del momento en que una madre primeriza, con su bebé en brazos, escuchó las palabras referidas a su hijo pronunciadas por un anciano: "Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción –y a ti misma una espada te traspasará el alma–, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones" (Lc 2, 34-35). Esto ocurrió cuando la Virgen María y San José presentaron por primera vez al Niño Jesús en el Templo de Jerusalén. Allí, Simeón profetizó que la vida de Jesús constituiría la prueba de fuego definitiva para manifestar qué hay en el corazón de cada hombre.
Los pequeños del Colegio escuchaban con gran atención, durante estos días de Cuaresma, el Via Crucis que recorrió Jesús. Descubrían cómo, junto a su sufrimiento, hay personajes buenos, como el Cireneo, la Verónica, San Juan, etc., y otros malos, como los soldados, o Pilatos, o los que le insultan. Sin embargo, veíamos también que lo de buenos y malos no es tan sencillo, y que la gran mayoría de los testigos no se definen ni buenos ni malos sino indiferentes y pasivos, por ignorancia o por temor. "Ahí están -decía San Josemaría- los que se alimentaron en la multiplicación de los panes y de los peces, los que fueron curados de sus dolencias, los que adoctrinó junto al lago y en la montaña y en los pórticos del Templo" (San Josemaría, Via Crucis). Y ahí estamos cada uno de nosotros, que a veces rezamos, y nos esforzamos por hacer las cosas bien, y nos llenamos de buenas intenciones y, al poco tiempo, nuestro corazón se acobarda y acomoda.
La celebración cristiana de la Semana Santa vuelve un año más como una nueva oportunidad para despertar nuestro corazón y elevarlo, un corazón muchas veces semejante al de un funcionario romano, sin conciencia ni profundidad, y hacerlo más parecido al de la Verónica, atento al pequeño gesto de saber escuchar y comprender al hijo o al cónyuge, o como el del Cireneo, que comparte la carga ajena de las tareas domésticas o profesionales, o como el del adolescente Juan, que es capaz de mantenerse fiel junto a los que más ama, quizá gracias a su cercanía con la Virgen.
"Engañoso es el corazón, ¿quién lo entenderá?" ¿Jesús, cómo es mi corazón, qué hay en su interior? ¿Se atreverá esta Semana Santa a acercarse más a ti? ¿O me quedaré lejos, guardando las distancias, como la gran masa que consintió tu condena?
Oscar Wilde escribió en su última obra, cuando se encontró con Cristo por el dolor: "¿Cómo, sino a través de un corazón roto, puede entrar en el alma Cristo nuestro Señor?". Jesús, ojalá se rompiera mi corazón al verte estos días. Así, podrás entrar y cambiármelo, para no alejarme de ti, y consolarte, sonreírte, ayudarte en los demás de mi alrededor.
Si tenía razón Galadriel sobre la corrupción del corazón humano, también lo es que el corazón tiene una capacidad inmensa de renovarse, y que el mismo Dios ha querido tener un corazón humano "para que nosotros nos levantemos: una vez y siempre" (San Josemaría, Via Crucis). La Virgen María, aunque tuvo que pagar el precio de sentir el alma traspasada, es nuestra mejor maestra para purificar el corazón estos días.
En casa de Simón de Cirene le esperan impacientes. Al cabo de varias horas llega con la cara descompuesta por el cansancio, pero con una sonrisa en los labios:
-¡Sentaos, que os cuento! Ha sido realmente asombroso. Al principio me resistí a coger el leño, pero los soldados me daban empujones o latigazos, y me vi obligado a cargarlo. Cogí el palo largo de la cruz y ante mi asombro comprobé que Jesús (así se llamaba el "reo", aunque después descubrí que era inocente) no me dejaba llevar el peso, y lo intentaba cargar él. En un momento se cayó, le ayudé a levantarse y me dijo: "Gracias, Simón". ¿Cómo podía saber mi nombre? Cuando hablaba, tenía una sonrisa de oreja a oreja; estaba llorando, pero sin perder la alegría.
Le oí decir cosas asombrosas a la gente que se le acercaba: una mujer que le limpió el rostro desfigurado, otras que lloraban a su paso, y ya en la cima, a los soldados que le crucificaron, y hasta a uno de los ladrones que estaban sufriendo con Él la misma suerte. Cuando ya no podía más, se volvió a caer -era la tercera vez-, y no pudo levantarse. Los soldados lo arrastraron hasta la cumbre.
Entonces yo tomé la Cruz. Al principio me pareció muy pesada, pero cuando miraba a Jesús se me hacía más ligera, y la podía soportar sin mucho esfuerzo. Y no digamos nada cuando una mujer, guapísima, que pasó a mi lado me dijo: "Gracias Simón". ¿Quién era esa mujer que también conocía mi nombre, y que lo nombraba con más cariño que vuestra abuela? Me dijeron que se llama María, y que era la Madre de Jesús.
Después me encontré con un tal Juan, un chaval joven y fuerte que tenía las mismas características que Jesús: estaba llorando pero sin perder la paz. Me explicó el sentido de la cruz: "Mira -me dijo- la cruz para un seguidor de Jesús es una manifestación de Amor. La mortificación y el sacrificio son una manera de corresponder al Amor de Dios por nosotros; es agradecer al Señor lo que ha hecho por nosotros, si aceptamos el sacrificio con amor, pues amor con amor se paga, y la certeza del cariño la da el sacrificio. Entonces estamos seguros de devolver amor por Amor.
Me he dado cuenta, concluyó Simón, de que me puedo unir a la cruz de Cristo cuando nos sucede algo que no esperamos o que nos cuesta vivir: levantarnos a la primera por la mañana, no gruñir cuando no nos apetece trabajar, procurar ayudar a vuestra madre en las cosas de la casa, no estar todo el día haciendo lo que nos gusta y nos apetece descuidando nuestras obligaciones, siendo puntuales a las citas, teniendo ordenada la habitación o cumplir un compromiso aunque nos cueste.
Además, he quedado con Juan para que nos explique más cosas acerca de la Cruz, y me ha dicho que nos las contará todas estos próximos días...
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